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Artículo de Carmen Calvo sobre el Instituto Aguilar y Eslava

23.06.11 - Escrito por: Redacción

De cara a la próxima celebración de las V Jornadas de Institutos Históricos de España, la Revista Participación Educativa, que edita el Consejo Escolar del Estado, en su número de julio, incluirá un artículo de Carmen Calvo sobre el Aguilar y Eslava, que reproducimos para nuestros lectores. Participación Educativa es una revista electrónica que se edita cuatro veces al año y que puede consultarse y descargarse en la web del Ministerio de Educación - Consejo Escolar del Estado.

Algunos filósofos y psiquiatras afirman que recordar es imposible, porque lo que en realidad hacemos los humanos es inventarnos el pasado. Cada día, a medida que avanza mi vida, estoy más de acuerdo con semejante afirmación sobre el tiempo y la memoria. Así, los recuerdos a los que aquí y ahora voy a dar repaso, no son la realidad de lo que me ocurrió cuando era una adolescente, sino lo que yo he hecho con ellos pasada la vida y recordando.

Llegué al Instituto —al único en aquel momento en Cabra— con diez años desde el Colegio de monjas Escolapias, así que dicha llegada significó para mí la libertad, en cierto modo, en especial porque físicamente se podía salir y entrar del Centro, no sentías ninguna presión carcelera, y además de todo esto, porque en las mismas aulas te sentabas con compañeros, es decir, con el otro sexo. Mi colegio de la infancia nos dividía y mi clase era solo de niñas, así que ambas cosas significaron una tremenda novedad en mi vida.

Desde el primer momento, siendo de Cabra, en tu casa y en el ambiente general del pueblo, ya sabes que nuestro Instituto es “especial”, tiene historia, es bello, y se cuentan muchas cosas de los que han pasado por él a lo largo de los siglos. Todo ello, cuando eres pequeña, te embarga, y a mí en particular me gustaba mucho, siempre me han gustado los lugares con olor y sabor de tiempo. Comprendes también pronto que allí contraes las obligaciones de la libertad, puesto que podías faltar a clase, y tenías unas nuevas situaciones que en mi nido infantil de monjas no habían existido. Por todo ello, mi mejor y al mismo tiempo aterrador recuerdo es el de depender de mi propia rectitud, y saber que mucho de lo que ocurriera conmigo y mis resultados académicos eran mi reto personal. Pero en cualquier caso, qué grande y majestuoso me parecía todo el edificio y los lugares que lo rodeaban, como el Parque de Cabra, y qué pequeña me veía yo.

Por las mañanas, como supongo era costumbre del sistema educativo en la época en todos sitios —año 1968—, formábamos en filas silenciosas todos los cursos juntos, para arrancar el día. En esos minutos iniciales, que ahora pienso eran muy importantes, a nuestro alrededor había maravillosas copias de cuadros de nuestro Museo de El Prado. Dicho de otro modo, allí estaba yo con mi uniforme —falda gris y chaqueta azul marino—, pasando frío en el patio que llamamos de cristales, y mirando fijamente un Goya. Justo casi donde ahora hay una placa de mármol con mi nombre ¡qué cosas tiene la vida! No me gustan los recordatorios materiales de mi paso por los cargos y la vida, salvo este, porque de algún modo estar allí en esa placa exorciza para siempre los malos tragos que en ese lugar también pasé. Y por ser este espacio tan importante en mi vida, a veces fantaseo con que en el Instituto se queda mi nombre como un fantasma para siempre, y pienso… igual que yo me preguntaba quiénes eran los de aquellas placas que ya había en aquellas paredes —todos hombres, por cierto—, algún día lejano del futuro, cuando todo sea de color sepia —con permiso de lo virtual—, habrá otra niña mirando y diciendo: “¿quién es esta tía?”.

Esta idea me gusta, porque los institutos son tan importantes en nuestras vidas, por la edad en la que los vivimos y por la impronta que dejan para siempre en nuestros discos duros intelectuales y emocionales, que de alguna manera en ese lugar te quedas para siempre, por mucho tiempo que vivas, y por muchos lugares a los que la vida te lleve.

Repaso mis aulas, las aulas de mi Instituto, ¡qué privilegio!, la de Geografía con los mapas en relieve de yeso era espectacular. De tanto como los tocábamos, al Mulhacén y a los Pirineos les habíamos acortado unos cuantos miles de metros. El esqueleto de la clase de Ciencias se llamaba Pepe, y le habíamos perdido tanto el respeto a esta evidencia de la muerte que son los huesos, que formaba parte de nuestro paisaje y de nuestras bromas. Recuerdo las vitrinas de la clase de Ciencias Naturales con sus animales disecados, era vivir en un Museo sin saberlo. Así por ejemplo, a lo largo de un curso, desde tu pupitre, te tocaba pasar el año al lado de una cabra con dos cabezas disecada, y claro, en tantas horas juntas, la cabra se convertía en tu colega.

Creo que he tenido mucha suerte con un Instituto así, en mi vida y en mis recuerdos, por ello quiero mucho a esta etapa de mi existencia. Sin embargo, a pesar de que no fui mala alumna, nunca me gustó ir a clase, prefería aprender sin obligaciones, y por ello ahora pienso que allí adiestré mi sentido de la paciencia y de la responsabilidad. Finalmente, he borrado todos los recuerdos que no me gustan, y con enorme gratitud a mi Instituto, a mi pueblo, a los profesores y a la vida, ahora me gusta mucho visitarlo.

No soy de las que piensan que cualquier tiempo pasado fue necesariamente mejor, lo que ocurre en mi opinión es que somos dueños de nuestro trozo de tiempo, y cada cual lo formatea como quiere.

Recientemente he tenido oportunidad de hacer comprobaciones de estos recuerdos, y de las emociones que conllevan, cuando después de 35 años los compañeros de aquellos años decidimos volver a encontrarnos. Así que nos dimos cita el año pasado. Fue una idea felicísima, que creo se está convirtiendo en costumbre en nuestro país, ¡qué experimento! Éramos los de ahora y los de antes al mismo tiempo, algunos apenas podíamos reconocernos en nuestros físicos actuales, pero en pocos minutos salía el chico o la chica que fuimos. No era una reunión de nosotros los que somos ahora, sino de los que fuimos antes con los cuerpos actuales. Tímidos y contentos, aparecían rápidamente los afectos entre nosotros, y nos dimos un tute de bailar tremendo. Aquel día todos viajamos en el tiempo con la máquina de la amistad. Yo adivinaba muchas cosas en cada uno —tal vez acertadas o erróneas—, del camino de sus vidas, pero algo era una verdad incontestable: aquellas edades en nuestro Instituto, todos juntos, nos habían sellado para siempre como grupo. En un momento llegué a pensar que éramos los mismos, que tanto no se cambia por muchas muescas que la vida taladre. A este encuentro fuimos solos —sin parejas—, ¿de quién sería esta idea? No lo sé, fue muy buena, porque volvimos momentáneamente a la situación de origen. Los profesores que tanto nos hicieron sufrir, fueron perdonados en ese día, los que nos ayudaron a ver y crecer, recordados con generosidad. Y pienso que todos pudimos recolocar aquellos años en los puzzles de nuestras biografías. Aquí comprobé, sin nostalgia alguna, cuánto poder y huella tienen sobre nosotros nuestros
profesores, ¡qué importancia tan grande para una sociedad tienen los enseñantes! Como se dice en misa, “todo honor y toda gloria” para ellos, especialmente para quienes son muy conscientes del papel que asumen y cumplen. Algunos fueron Maestros, ese gran nombre y adjetivo de nuestro idioma que algunos se merecen, porque destilaban Química o Historia, pero también virtudes personales de las que aprender y grabar para ti misma, cuando solo tienes 13 o 14 años, y tu piedra es blanda. Hoy en día sé quién de ellos me enseñó coherencia, quién abnegación, quién esfuerzo, y aunque ya se me han olvidado la Física y la Gramática, todavía recuerdo los valores que había detrás de algunos de los que daban estas lecciones. También recuerdo a contramano lo que no quería ni aprender ni ser de otros de ellos, pero ahora con los años, y espero que con la madurez, comprendo que ambos, que para mí encarnaban lo bueno y lo malo, son los péndulos inevitables de la vida.

Ahora y aquí, con estas palabras, les rindo homenaje a todos, y me atrevo a más, lo haré en nombre de mis compañeros, para mi precioso y veterano Instituto Aguilar y Eslava, y a todos los hombres y mujeres de nuestro país que ponen su vida y su alma para que podamos crecer. Gracias.

Carmen Calvo
Ex – Ministra de Cultura y Diputada Socialista

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