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Verano
18.08.14 - Escrito por: Araceli Granados Sancho
El estío ralentiza la vida. Tu cuerpo es otra masa física con funcionamiento diferente a la situación invernal. Tantas horas de luz expanden tus sensaciones. La luz de la mañana es un caudal tan hondo de renovación interior, que ni por un asomo piensas en la amanecida que puedan existir atardeceres.
Pero, de la madrugada brillante, el día te conduce al mediodía perfecto; y el calor húmedo o seco, dependiendo de tu ubicación geográfica, te aplasta como un muro pesado, cayendo léntamente sin posibilidad de que tus débiles fuerzas en ese momento puedan levantarlo. Y cualquier objeto natural o artificial te va a salvar momentáneamente, si puedes tomarlo como refugio.
En la siesta todo se paraliza, se inmoviliza, los pájaros también. Es un letargo obligatorio y no querido a veces.
Y si hubieras sobrevivido a las ocho de la tarde puedes de nuevo despertar, y comprobar como va bajando la intensidad del canto de la chicharra. La vida tiene otra oportunidad hasta la llegada del otro astro rey.
La tardanza de la anochecida desestabiliza tu reloj biológico, que ahora tiene muchas horas. El día es tan largo que no puede ser absorbido en su totalidad: nunca en la naturaleza ocurrió que la alondra permaneciera activa cuando el buho abre sus grandes ojos.
¡Estíos, venid a mí, pero breves porque me cansan los diurnos de más de doce horas!
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