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Sería por septiembre de 1995
21.12.25 - Escrito por: José Manuel Jiménez Migueles
Por aquel entonces, Kike ya habría cumplido catorce años, Fernando ya apuntaba maneras y un servidor no sabía ni donde tenía la cara. Marisierra ya era un torbellino, Pepelu aún no sabía declinar en latín y Carmen seguía siendo tan lista y aplicada como lo era en el colegio.
Comenzaba el curso y casi todo nos daba miedo. La escalera principal. La clase de Arte. La sala de profesores. Los profesores.
Pero era cuestión de adaptarse. Y, al poco, ya estábamos todos perfectamente adaptados. Pronto conocimos cada rincón del instituto e hicimos nuestro aquel edificio oscuro que pronto se convirtió en luz. En un breve lapso de tiempo, que no excedió la semana, nos sentíamos ya legitimados para ser uno más de aquella institución.
Y llegó el día. La clase de religión se iba a impartir en el seminario de la asignatura, donde nos esperaba el que aquel año iba a ser nuestro profesor de Religión Católica, don Manuel Pérez Gutiérrez, uno de los sacerdotes más conocidos de la ciudad en aquel entonces, cuando todos los sacerdotes de nuestra ciudad tenían una fama a la que nadie podía aspirar.
El aula era oscura. El docente no vestía de color. Las sillas, de pala. Y allí, justo al lado, observándonos, la imagen de la Inmaculada Concepción. Sin restaurar. Casi de decorado de una película muda en la que los protagonistas entran y salen sin decir nada. Pero haciendo aspavientos. Y no pocos. Los ángeles, a sus pies, no tenían ojos. Ya no recuerdo si tenían alas. Pero se las hubiéramos robado para salir de allí volando.
Quien volaba de verdad, y no lo sabíamos, era el tiempo. Pasaron las semanas y aquella imagen, junto con aquel sacerdote, le daban a la hora de Religión Católica una intimidad que sólo se entendía allí, al fondo de aquel pasillo.
Éramos chicos. Y no sabíamos qué hacía esa imagen tan grande allí. Ocupando tanto espacio en un espacio tan pequeño. Pero era así. Y no molestaba a nadie.
Uno de los mejores recuerdos que tengo de mi paso por el Aguilar y Eslava era cuando, en más de una ocasión, me invitaron a salir de clase. Y recorría en silencio las dependencias de mi centro. Y me perdía en el techo de cristal de su patio de cristales. Me sentía un personaje más de las pinturas de Tintoretto, Velázquez o Goya, que uno creía originales. Y a las que se les tenía un respeto casi reverencial. Imaginaba a los niños de otras épocas subiendo y bajando las escaleras. Oía la campana. Me asustaba la cabra de dos cabezas. Me fascinaba mi instituto.
Y cuando salí por la puerta del Aguilar y Eslava, lo hice convencido de la importancia que tienen los edificios que habitamos. De cómo el edificio se adhiere a tu piel y te presta parte de su carácter para hacerte diferente sólo por el hecho de haber pasado por él. Que estudiara Historia del Arte y me dedicara profesionalmente a la docencia se debe, en gran parte, a lo que sentí y cómo me hizo sentir mi paso por aquellas aulas.
Por todo ello, es de justicia reconocer la labor altruista y generosa de quienes cuidan nuestro patrimonio. De quienes hacen posible que nuestra memoria sea el ancla que nos arraiga a la tierra de la que, aunque partimos, siempre formamos parte de ella.
Y que han hecho posible que la imagen de la Inmaculada Concepción, hoy protagonista de nuestra Fundación, nos siga recordando a todos los pequeños que un día fuimos a sus plantas.
Porque por aquel entonces, como Kike, sólo teníamos unos catorce años.
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