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LAS CUENTAS PENDIENTES DE LA TRANSICIÓN

25.04.10 SUSPENDO EL JUICIO - Escrito por: Eustasio Moreno Rueda

La divisa de toda revolución es el río de sangre que serpentea por calles y plazas, que anega cárceles y cunetas, que salpica con la roja muros y paredones. Toda revolución, como una suerte de agujero negro político, deja un vacío de poder que se convierte en carta blanca para desatar atrocidades que superan a las peores perversiones de la guerra. El odio vecinal aventaja en inquina y ensañamiento a la forzada y artificial ponzoña hacia el soldado extranjero, que a la postre no es más que un perfecto desconocido.


Toda revolución exige una higiene completa de aquello que se desea eliminar del orbe. Nadie está radicalmente seguro en estas condiciones. La sospecha se cierne sobre cada cabeza pensante y la vida privada se extingue en la misma medida que la exigencia de transparencia trabaja a marchas forzadas. Cualquiera puede alojar una pequeña mácula que es necesario extirpar, la idea más inocente puede ser una celada, el revolucionario no lo es del todo si no se bebe de un solo trago y sin taparse la nariz el nuevo credo. El bisturí se aplica de forma diligente y sin remilgos a todo lo que huela a oscurantismo. Al contrario que la regla futbolística del fuera de juego, en caso de duda se corta por lo sano. Sólo así se explica que la Revolución Francesa se llevara por delante a figuras tan poco sospechosas a nuestros ojos, acaso abanderados de la Revolución, como el químico Lavoisier, el matemático Condorcet o el astrónomo Bailly. En la enrarecida atmósfera de los acontecimientos, los revolucionarios no les perdonaron su aire burgués ni su sabiduría desmesurada.

La sombra de la sospecha sistemática fue mucho más alargada en la Revolución Rusa. Llegó hasta el mismo Stalin, quien tenía la enfermiza obsesión de ver conspiraciones por todas partes. No se conformó con el exterminio masivo del Gulag; también la emprendió contra su cúpula militar. Es posible que más tarde se arrepintiera porque cuando sobrevino la Segunda Guerra Mundial se encontró con un ejército desmembrado de los cuadros dirigentes. Tenía razón el inclasificable Mirabeau cuando afirmó que lo difícil no es iniciar una revolución sino frenarla.

El milagro de la transición española fue el de sortear el cuadro de terror –que el terrible Robespierre definió como justicia rápida- que acompaña a las revoluciones. Porque una revolución fue la Transición española –o si el lector lo prefiere una contrarrevolución si tomamos al golpe franquista como una revolución que derrocó el orden republicano constituido-. La Transición, a redropelo de la lógica del acontecer histórico, logró esquivar el vacío de poder. También el enfrentamiento y la ulterior esterilización sistemática que los apologistas del nuevo orden siempre emprenden con entusiasmo. Los demócratas atalayaron el poder a la vez que renunciaron a extirpar todo residuo franquista. El franquismo, por su parte, perdió el status quo a cambio de mantenerse en el orden político y social de una manera más o menos larvada. El golpe de estado del 81 no fue más que una emergencia, un intento de estas fuerzas por salir de un estado embrionario en el que permanecen hasta nuestros días. La zancada histórica de la Transición mantuvo bien atados los “perros de la guerra” pero en cambio arrastró consigo la contradicción que supone la renuncia a reescribir la historia. El triunfo del libre juego democrático frente al decisionismo se quedó sin decir la última palabra. La Ley de Amnistía, que fue un intento desesperado de desmemoria en aras de una transición pacífica, se ha resquebrajado en las manos de familiares de ajusticiados por el franquismo que, lejos de pretender represaliar a los responsables, sólo intentan que se sepa “toda” la historia en honor a la verdad, buscando una objetividad que me parece más propia del ánimo de un académico de la historia que del resentimiento.

Lo que se va a ventilar con el proceso al juez Baltasar Garzón es si España está o no preparada para recuperar la otra mitad de la historia silenciada por el franquismo. La justicia intenta justificarse en unas cuestiones de forma que resultan irrelevantes en comparación con el trasunto de fondo. Defenestrar a Garzón significa decapitar las esperanzas de todos aquellos que simplemente quieren enterrar a sus muertos en un cementerio. Que la Ley de memoria histórica levante ampollas es el síntoma inequívoco de que las fuerzas simpatizantes con el franquismo “están entre nosotros”, o mejor dicho, “continúan estando entre nosotros” pues nadie las erradicó ni estranguló su herencia. Cuál es el alcance de estas fuerzas, saber si están en progresión o regresión, cómo es que han cobrado un protagonismo tan desmedido como inopinado es una cuestión de la máxima importancia.

De lo que no cabe duda es que la democracia española ha sido hasta ahora demasiado tibia en su condena al franquismo. Lo sabemos todo acerca del holocausto nazi, han sido numerosos estudios y testimonios sobre las dictaduras de Argentina y Chile, a Stalin hace ya tiempo que la historia lo ha rebajado a una altura parecida a la de Hitler y, sin embargo, muy poco sabemos de las purgas que el franquismo llevó a cabo una vez consolidado el régimen. Estamos muy lejos de asociar el nombre de Franco con el horror que nos inspiran locuciones como Auschwitz, Treblinka o el Gulag cuando, en realidad, la eliminación sistemática de seres humanos “incómodos” llevada a cabo por el franquismo fue la misma que la perpetrada en estos centros de la muerte. Incomprensiblemente, símbolos franquistas han adornado calles y plazas de España hasta nuestros días. No puedo imaginarme una Alemania demócrata con Hitler a caballo presidiendo una plazoleta. La democracia española se ha quedado en un silencio, en una renuncia a opinar, que a la postre se ha vuelto contraproducente al generar más desconcierto que paz social. Está claro: hasta que la recuperación de la memoria histórica no ejerza su terapia sobre todos los perjudicados por la dictadura, la Transición no habrá sido una verdadera superación ni la democracia habrá hecho justicia con todos sus ciudadanos.

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