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Ya viene
14.06.10 - Escrito por: Araceli Granados Sancho
- ¿No hay algo raro en el ambiente?
- Pues, ahora que lo dices, parece que sí.
- ¡Ah, huele a nervios!
- ¿Nervios? Si los nervios no huelen.
- Hay tantos en el aire que ya empiezan a oler
Si te pasas por las bibliotecas estos días, seguro que las ves muy concurridas. Allí quizá te encuentres con alumnos que van hacer la Selectividad sometidos al primer importante baremo de competitividad –la nota de corte en las carreras universitarias–; pero ahora también podrás ver en ellas a los profesores de enseñanza secundaria que se examinan dentro de unos días.
A ellos van dedicados estos renglones, pudiéndose deducir que yo soy una de tantos. Sobre el proceso en sí, su objetividad, validez, eficacia y demás, nada hay que decir, puesto que el que se sometió alguna vez a ello, o tiene algún familiar en el asunto, ya conoce de sus límites. Aunque más adelante sí opinaré sobre un tema en particular: la politización del proceso.
Pero ahora vayamos a lo esencial: qué mal se pasa, ¿verdad? Uno, que imaginó que nada era peor que “cavar olivos en el mes de agosto” –según amablemente me contó mi padre, a lo que añadió que “así que dedícate a estudiar”–, se retrotrae a la frase paternal y piensa: “si bien mi padre no sabía lo que era sacar una oposición”. Vayamos a las anécdotas curiosas. La primera vez que yo me examiné fui a Santander. Allí pude ver cómo las madres de 30 a 45 años se despedían del marido y de sus vástagos, algunas arguyendo algo así: “no os preocupéis, si voy a estar muy poco rato. Ya mismo estoy aquí”. Yo, florecilla nueva en este campo, pensaba que aquella buena mujer ya podía haber aprobado antes. Ahora, menos mal, ya he madurado.
La segunda vez, mi marido y yo hicimos cuatro oposiciones –“es que seis ya no podíamos hacer”, dos en Murcia y dos en Almería. El asunto se complicó de tal manera que hubo días en los que estábamos en Murcia por la tarde y teníamos que examinarnos en Almería por la mañana: uno de nosotros acabó con ansiedad. En esta nueva ocasión también esto que cuento lo intentan llevar a cabo muchos opositores, dada la falta de plazas. La Administración, sabiendo de nuestra necesidad, juega con nosotros y recauda de lo lindo.
Pero volvamos a la angustia. Cuando alguien oposita, piensen ustedes que hasta la mascota de la casa oposita junto al dueño. Las familias realizan un gran esfuerzo económico intentando que el hijo, esposo, etc., no se someta al maltrato laboral aún mayor de la empresa privada, pero también realizan un esfuerzo emocional no menos importante. Recuerdo a un director de instituto privado que me dijo una vez, refiriéndose a su mujer, que “ellos ya habían pasado por eso”. A mí aquel enunciado me sonó a una operación de riñón. Ahora me doy cuenta de que la convalecencia es más larga –con todos mis respetos a los enfermos–.
Hay casas donde la madre o el padre están tan absorbidos por estos exámenes –amén del trabajo posible– que los infantes no saben qué puñetas le pasa a su madre este año en que apenas les hace caso. Si el opositor reside en casa de sus padres, estos deben seguir un régimen estricto sobre sonidos y posibles interferencias, aunque a ellos el asunto les quede ya lejos. En mi casa, cuando se fue la emisión de la televisión analógica, y, aunque se compró el “aparatito” del TDT, decidimos no enchufarlo para que ya no me distrajera –como si no existieran las moscas, ¡ilusos!
Y también está la manía del opositor de no hablar de otra cosa más que de la oposición. Yo creo que por eso han inventado las academias, cuyo principal objetivo es reunir durante cuatro horas cada semana a los obsesionados con la oposición de biología, los obsesionados con la oposición de matemáticas y síguele… para que hablen unos con otros, aunque sea sin escucharse. Las familias acaban hasta el gorro de estos monólogos interminables, repetitivos e inconclusos siempre. A mí me cerraron la puerta del balcón hace unos días por no decirme que me callara, mientras yo hablaba desde otra habitación.
Por último están las necesidades emocionales de todos nosotros, que en el caso del opositor sometido a estrés continuo se multiplican. El opositor amanece en lunes y se cree que es un Dios, que lo puede todo, pero amanece en martes y cree que es un mendigo, y conforme más cerca está el examen, más frecuentes son estas subidas y bajadas. Quien convive con nosotros seguro que tendrá un días más de gloria en el supuesto paraíso por cada vez que nos dice “lo estás haciendo muy bien”. A ellos nuestro agradecimiento.
Y después de algunas risas, emociones y angustias, referiré mi opinión sobre la politización de las oposiciones. Hace unos meses me refirió una antigua profesora que cuando ella hizo las oposiciones el proceso era racional o conjunto. Seguro que este modelo, que yo no conocí, también tenía sus inconvenientes, pero juzguen ustedes mismos los de ahora. Normalmente, los profesores sólo podemos presentarnos en una Comunidad Autónoma cada vez, porque las fechas de los exámenes suelen coincidir. Y lo que antes referí sobre mi asistencia a dos de ellas es algo muy excepcional. A pesar de ello, las políticas de cortarnos el acceso simultaneándolas a veces no logran hacerlas coincidir todas –recordemos que somos 17 países, digo comunidades–. Así pues, muchos de nosotros pagamos tasas en las que nos quedan más cerca, esperando poder asistir a más de un proceso.
En este punto merece ser recordado que los profesores no podemos presentarnos en la Comunidad Valenciana, Islas Baleares, Cataluña o País Vasco, porque no poseemos el requisito del conocimiento de la segunda lengua. Pero lo escandaloso es que ellos sí se presentan en nuestras comunidades de origen.
Pero el buen ejemplo está cundiendo, como suele ocurrir, y las comunidades que no poseen una segunda lengua empiezan a puntuar aspectos como el “conocimiento del sistema educativo madrileño”, consistente en haber dado clase en Madrid 6 meses –que si los 6 meses fueran en Toledo debe usted entender que, por las diferencias tan patentes entre el sistema educativo toledano y el madrileño, usted ya no tiene ese mérito–. Así estimulamos la profesionalidad la profesionalidad: “le quiero a usted no por su competencia en matemáticas, sino por su ADN madrileño”. Y ya verán ustedes que esto puede ir a peor. De estos ejemplos tengo varios más, pero para no pecar de prolija o pesada –cualidad del opositor–, dejémoslo aquí. Queremos ser europeos, pero no queremos que los andaluces vayan a trabajar a Madrid, ni los murcianos a Valencia (aún estando gobernadas por el mismo partido político). Estamos en un “país” de locos.
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