|
Un día y una hora
03.09.10 - Escrito por: Mateo Olaya Marín
Tiene mucho de deidad y de irrepetible belleza. Tiene poco de insondable e inexplicable. En sus alturas, tiene más de etéreo que de tangible. Por momentos, pudiera parecer que es más un sueño que una estampa de realidad. Pero tiene mucho de instante, de fulgor de vítores y de latidos de corazón a golpe de centésimas de segundo. La exactitud litúrgica del momento, el cuatro a las cuatro, es un arrebato del egabrensismo; es el paroxismo de la tradición mariana de una ciudad que vive en este día su jornada más identitaria.
En un quiebro de la geometría de nuestro horizonte, aparece la silueta de nuestra Patrona sobre sus andas de viaje, llevada en volandas por sus costaleros que se agarran al esmalte argénteo como si se les fuera la vida en ello. María de la Sierra sale mirando de soslayo a Cabra y pronto, muy pronto, en un suspiro, le da la espalda.
Es ya, quizás, cuando apunta por la Viñuela, cuando nos mira de frente y la bajada por el camino viejo se viste de estreno. Los centenarios quejigos nos abrazan con sus portentosas ramas en el frescor del verdeo y las aulagas, romeros y jaras están ya prestos como jalones de este descenso que nace en el cielo y desemboca en la tierra.
El tiempo se rinde y con él las vísperas de ramos de nardos. Ya mismo aparece la memoria de un tambor y una bandera tetracolor batiéndose en el aire como pregón de la mejor noticia que pueda tener Cabra: que su Virgen de la Sierra se acerca a nosotros.
Todo está listo y dispuesto, y el resto lo pondrá el espíritu de Cabra, lo cabreño, lo añejo, la historia. En definitiva, todo lo que se ha cultivado como nuestro.
|
|
|
|
|
|