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La luz de Cabra
18.04.11 - Escrito por: Mateo Olaya Marín
En este año hay una hermandad que es centenaria. Una hermandad donde ingresan en nómina aquellos cofrades que están ahora y los que se fueron con sus papeletas de sitio vitalicias. Una hermandad en la que el niño siente la emoción de la primera túnica tremolando en su piel. Una hermandad de mil colores, que delante de Jesús Resucitado es arco iris de despedidas y adioses.
Hoy, hace cien años, entraron en Cabra los capirotes altos, como decían las crónicas, los primeros nazarenos que aquí, según el verbo de la sabiduría, se llaman capuchones. Iban con Jesús Preso. Mano al pecho, mano al cirio y mirada al frente: hermanos de la cofradía de las luces de Cabra.
Fundaron esta cuadrilla de costaleros de la luz, nombres ilustres de la historia de la Semana Santa: Manuel Mora Aguilar, Antonio Albornoz Zejalbo o Luis Pallarés Moreno.
Sin ellos Cabra se quedaría a oscuras y aquí los tenemos. Por eso hoy, les voy a decir quiénes son ellos y ellas, estos hermanos de la cofradía más numerosa de Cabra. Son…
Vencejos que asedian la ciudad.
Seres intemporales de la hermandad de los cirios encendidos.
Cipreses que forman bosques de sombras alargadas.
Eslabones de luz.
Presagios de cera.
Humos de mieles de abejas.
Penitencias estilizadas.
Oraciones que escalan por las alturas.
Capirotes que convierten las calles
en naves de agujas góticas.
Sueños de ojos tímidos,
que miran, sondean.
Lo conoces,
a ese capuchón lo conoces.
Te sabes de memoria sus ojos:
entreabiertos, examinadores,
con su túnica, su antifaz y su cirio al cuadril.
Porque ese que pasa delante de ti
es el que has visto siempre,
el que vieron tus padres
y el que verán tus hijos.
En esta tarde, en esta noche
donde se cuelan viras de oro,
sale silencioso de su templo,
cruza la ciudad con ojos y sin nombre,
delante de ti, con una cruz de guía y un farol de estrella,
con un estandarte de picos o una cruz de penitencia.
Ha comprado un viaje
para llegar a la verdad,
por esos vericuetos que llevan al pleno gozo;
y a la vuelta traerá un secreto guardado,
alguna tristeza muda,
y le dolerá todo,
más que el azahar cuando la memoria
busque sus aromas en el exilio
y el naranjo deje de alinearse
como capuchones verdes.
De rojo, negro, morado, verde, marrón, azul…
A ese lo conoces
Si eres joven le pones nombres
de amigos que te saludan
y de amores que llegaron
un día de primavera.
Si de tanto escuchar Vírgenes de Piedra
en las veredas del tiempo,
si has encanecido
y se te ha arrugado la frente de tanto ver,
y de tanto vivir tu corazón se ha ensanchado,
a ese nazareno le vas poniendo nombres de ausencias.
¿Quién hizo la luz? ¿Quién la creó? Tuvieron que ser esos vuelos espigados de Dios, verdaderas serpientes de luces de bizcocho, anaranjadas, vacilantes, temblorosas sobre la concavidad del cirio.
Ellos, los capuchones, son la luz de Cabra; sacristía donde idealizamos el mundo, donde el niño va entre las filas recolectando gotas de luz, amasando bolas de cera, sueños líquidos que lagrimean sobre manos abiertas.
El niño pide cera porque no quiere que las luces se pierdan. Quiere que se queden enfriándose en el tiempo y que den calor a la memoria.
Es fría esa cera que colecciona colores, pero hay luz en esa esfera de luces caídas, de luces pedidas. Hay luz en ellas porque la devoción ni se crea, ni se destruye: se transmite.
Cuando vemos a un niño acercarse a un capuchón para pedirle cera, es como si estuviera pidiendo la misma vida que retoña, que solicita venia para abrirse paso, como el árbol rebrotando y las calles floreciendo.
Por eso, para que se siga cumpliendo esa estampa del niño pidiendo cera, como el que pide limosna para alimentar su espíritu: dejad nazarenos, que los niños se acerquen a vosotros. Y escuchad, esa oración que viene en el evangelio del pueblo, esa súplica de los custodios de la luz que dice: nazareno, dame cera. Dale cera, que hoy la está pidiendo y mañana la estará dando.
Como ese niño, como vosotros, que hoy podemos recordar. Tenía una edad que andaba entre el que a ratos seguía pidiendo cera y el que ya quería tener un sitio en el cortejo, por mucho que su capirote apenas diera la talla. Deseaba entrar en el primer tramo de la vida de su hermandad, lejos de Jesús Nazareno, pero cerca de la cruz de guía para sentir la sensación de ir abriéndose paso por San Juan de Dios, trazando en la calle una ralla entre filas de trajes oscuros.
Su madre le leía el manuscrito oral de la familia, que estaba muy ligada a la Virgen Soledad porque su abuelo había sido sacristán en la ermita, donde velaba el cuerpo inanimado de aquella mujer. Pero él, con la mirada en su Nazareno. Manso hombre, sumiso galileo con la cruz al hombro, que aquí es de plata de Bernabé de Oviedo.
No había mejor firma en su registro de hermano que el callado gozo de sus jóvenes ojos. Su compromiso con Él sería tan fuerte, que sus pasos tendrían que dorarse a base de primaveras moradas con el estribillo de añafiles y de la marcha “Oh Bendita Estrella”.
Y en esa vida que es la hermandad, llegó a querer salir en el tramo de abajo y cambiar su cirio por la faja al cuadril. Seguiría dando la misma luz, pero sin cera en las aceras. Allí, en esa jaula de incienso y clavel, abrasados por los mediodías de los Viernes Santo, creció la pequeña escuadra de ángeles custodios de Rafalito Manjón.
Cuando los imponderables del destino acuciaron, volvió a enfundarse su túnica, capirote y capa para hacerse más viejo con el dolor morado del capuchón. Como tantos cofrades que podrán reconocerse en éste, llegó a ser consciente de que la túnica es la mejor estación en la que ver pasar la vida, porque el nazareno es como el ciprés, siempre vivo, sempervirens, como todo lo que apunta al cielo.
El cielo, allí donde está el sol de nuestra existencia. Desde donde Dios contempla su obra perfecta y nos mira con esos ojos de alfarero que creó el barro de la vida. El cielo, donde se purifica la verdad y afirmamos a Cristo.
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