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Y para amor, el de las mujeres.
20.04.11 - Escrito por: Mateo Olaya Marín
Sin ellas nada hubiera sido posible. Le ponen las medidas justas a las túnicas, y cuando casi todos estamos pendientes de salir del taller de sueños de cada casa, sus manos terminan de componer el atuendo necesario, el detalle imprescindible. Sin ellas las vísperas no tendrían mordiscos de espera, olores a canela y matalahúva, castillos dulces de pestiños y gajorros.
Hoy, además, están tomando decisiones en las hermandades. No sólo hay mantillas para cubrir perfiles y enmarcar bellezas, sino también túnicas con las que abrigar desvelos y proteger promesas.
Ellas estuvieron con Cristo hasta en sus últimos momentos. Nunca se doblegaron y compusieron la primera gran marcha fúnebre con un cortejo enlutado que despedía rumores de saetas.
Por eso siguen venerando con una fidelidad asombrosa en el barrio del Cerro, unas mujeres que han arrugado su vida entregando sus manos a la familia y al prójimo. La recogida iglesia de San Juan Bautista del Cerro es un oratorio constante en el que ellas, bajo el auspicio de la hermandad de la Vera Cruz, rezan el rosario descontando penas y añadiendo alegrías al calendario de todos los días. Como María Magdalena, el primer testigo apostólico de la Resurrección, están siempre sentadas frente a la belleza de la Virgen de los Remedios, tomando testimonio de días vividos. Ellas saben que incluso cuando les cueste dibujar muecas de sonrisa en sus rostros, podrán mirar a la Virgen y darse cuenta de que, en definitiva, como nos decía García Márquez, siempre habrá que hacer un hueco para sonreír, ni siquiera cuando se esté triste, porque nunca se sabe quién podrá enamorarse de una sonrisa.
Al Cristo de la Sentencia, lo llevan mujeres bajo sus plantas que destilan amor, mucho amor en cada paso que dan sobre las marchas de la agrupación musical de las Angustias. También son ellas peones de esa devoción que pende de una clámide, de una mirada escorada que intenta resguardarse de burlas, de unos ojos donde queda un volcán de compasión y fuerza. A ellas, en esa mina de trabajaderas y costales, donde pican con el sudor de sus frentes una veintena de jóvenes en las galerías de la devoción, hay que dirigirse con la admiración en nuestros labios y decirles: benditas vosotras entre todas las mujeres.
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