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La experiencia es la madre…
21.06.11 DESDE CARAVACA DE LA CRUZ - Escrito por: María Araceli Granados Sancho
No debes desesperar, porque cualquier día encontrarás a alguien que, parecido a ti o no, te dará ejemplo de vida para la tuya propia.
A María se la oye en el exterior de la casita de campo, donde departo con mi tía sobre nuestro futuro de opositoras. Cuando la dueña de la casa sale a su encuentro, la saluda diciendo: «No tienes que pedir permiso para llevarte nada». En el exterior hay un jardín abandonado, parecido a aquellos que describía Becquer en sus leyendas, en el que hay algunos árboles frutales, de donde María ha cogido los limones que puede llevar en las manos, según veo cuando salgo por la tardanza de mi tía.
Comienza la conversación; tras las presentaciones, hablamos de los oficios: del mío y del de sus hijas. Mi tía me advierte sobre que ella no es una mujer corriente, sino hecha a sí misma y con inquietudes. Yo casi no puedo creerlo. ¿Cómo va a ser una criatura creativa una mujer así, tan pequeña y tan corriente en su vestimenta? Empieza entonces a contar su historia. Son labradores con tres hijas que fueron su mayor tesoro. La mayor de todas es desde hace un tiempo inspectora de educación, después de estudiar una retahíla de cosas. Tiene 60 años. La segunda es arquitecta, creo; y la tercera hizo económicas. Yo por poco me atraganto; y a continuación digo: «¡Cómo! ¿Esto ha salido de una casa de campesinos?» A lo que ella me responde: «Poquito a poco»
Luego mi tía continua, mientras ella calla, apuntando de vez en cuando algo: sabe leer, y lee. Ha estudiado cosas de geografía; y cuando se quedó viuda, ya bastante mayor, se sacó el carnet de conducir para no estar aislada en una aldea que cuenta con mil habitantes dispersos en el campo. Ella misma me cuenta orgullosa que tiene dinero a plazo fijo y que el banco la estaba engañando, no dándole el interés comprometido, hasta que se dio cuenta y fue a resolverlo. Me dice: «Estuve alguna noche hasta la una de la mañana con mi calculadora repitiendo eso de los porcentajes, hasta que me he enterado de cómo va. Ya se acabó el que me engañen. Les he dicho que son los vecinos los que me han ayudado, con ánimo de que crean que hablo mal de ellos a los demás». Desde luego, a mí no se me ocurren estas tretas con los bancos.
Nos despedimos, pero me ofrece patatas, y voy a su casa a por ellas. Entramos en aquel cortijo de planta baja donde a la casa principal se le adosan desordenados cubículos dispersos que cierran un patio central, hasta que llegamos a un portal que no tiene aspecto de abandono. La casa en su interior es un reflejo del espíritu de esta mujer: humilde, pero tan pulcra y ordenada… ¡Ojalá mi alma fuera alguna vez así! Me da las patatas y después me pregunta si tengo hijos. Respondo que no y me justifico, como pidiendo consejo a sus años tan racionalmente construidos. Me explica su parecer después escucharme muy atentamente.
Me voy de vuelta rumiando, y rumiando sigo todavía en este momento: ¡Cuánto aprovechamiento con tan poco recurso! Y su semblante muestra satisfacción a pesar de la soledad que le ha dejado la falta de su marido; y algo más: inteligencia, inteligencia de labrador.
Dedicado a mis padres
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