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¿Te casas o te divorcias?

07.10.11 - Escrito por: Araceli Granados Sancho

Este fin de semana he tenido que volver a Cabra para casar a dos egabrenses, a los que tengo un cariño inmenso y a quienes deseo lo mejor. Pero fíjense ustedes en mi comentario de mal gusto a mi marido, cuando ya habíamos vuelto a nuestra casa: «¿Durarán?» A lo que él responde drástico: «por supuesto», con otra serie de comentarios que justificaban su apreciación.

Y es que yo estoy perdiendo el miedo a la bancarrota económica, y me consuelo con pensamientos como, «pues viviremos con menos», pero empieza a asustarme la bancarrota moral y emocional. En estos meses he asistido al casamiento de dos parejas y ya tengo en vistas el casamiento de media docena más. Estoy en esa edad en la que la gente coetánea –como decía Ortega y Gasset– apura hasta el final la veintena, hasta que ya no se puede esperar más, para pasar a la siguiente etapa de la vida.

Pues bien, a pesar de la abundancia de bodas, por los meses en los que estamos, a mi alrededor le ganan las separaciones o divorcios. Hace un tiempo escuché que, de cada dos parejas que casaban en España, una se separaba. Esto me pareció perturbador y no le hice caso; estadística al fin y al cabo. Pero desde esta mañana, que he ido al mercado y me he encontrado a una nueva anunciante de su divorcio, estoy bastante sorprendida y algo asustada.

Para colmo, mi madre, que ya me dijo en su día que si me casaba debía pensarlo bien «porque esas cosas son para toda la vida», ya hace un tiempo que me viene diciendo que si tales cosas van mal alguna vez, la gente debe separarse. Con tanto «progreso» moral en tan poco tiempo, temo que mi madre sea otra distinta de la que era.

Desde luego el divorcio es un gran progreso, y no admito comentarios en contra por parte de la institución que por antonomasia administra estas uniones, y que, a golpe de talonario, se olvida de los votos solemnes que los esposos echan ese día. Estos votos u obligaciones, sean delante de un cura, de un juez o de un concejal, obligan, no digo yo que para siempre, pero lo deseable es que lo sea para un tiempo cuanto más prolongado mejor. Sin embargo, últimamente, las «prolongaciones» de los matrimonios se han acortado, y uno no puede dejar de pensar que en el específico rincón de la individualidad de cada pareja tienen que estar pasando cosas muy parecidas, que llevan a muchas de ellas a un final, que, aunque sea liberador, tiene mucho de triste.

El amor, tan cantado, se canta porque es lo mejor de la vida, y, conforme uno madura, se da cuenta de que nada hay como esto. Todavía recuerdo a un familiar mío, diciéndome que nunca más confiaría en una mujer. Bueno, pues este mes la Virgen conoce a su primer hijo con otra persona que le ha devuelto la dicha.

Nadie se cansa de amar, por más veces que se nos azote. Hay quien puede cansarse de comprometerse, pero yo no conozco a nadie que no alimente sus emociones, alguna vez en la vida, con otro parecido a él.

Pero los hombres somos muy frágiles y poco dados a la constancia, y en el amor hay mucho de milagro de la naturaleza o de Dios –a elegir por materialistas o espiritualistas, según el lector– y mucho también de trabajo o de esfuerzo.

La pareja no lo tiene fácil en esta sociedad de la novedad y el consumo, donde todo caduca pronto y ya no sirve; y en ella, son difíciles cambios radicales como los exigidos en otras esferas. Pero los problemas conyugales ya estaban en otras épocas, leamos, si no, la literatura romana y griega, y veremos que no es un problema postmoderno. Lo que sí es postmoderno es la rapidez con la cambiamos de pareja o nos separamos. En algunos casos, la libertad es la solución a una tragedia anunciada, y es un avance social que la gente pueda elegir sin sentir que con posterioridad va a sufrir prejuicios sociales injustificados. Pero, ¿por qué no elegimos bien desde el principio? ¿Por qué nos equivocamos tanto? No olvidemos que la equivocación es a veces el rescoldo con el que encenderemos mejor el siguiente fuego: es la experiencia.

Yo, que, como todo el mundo, también me equivoqué, creo que nos falta mucha madurez emocional. El bilingüismo está arrasando en las escuelas, pero somos unos analfabetos emocionales. Para comprobarlo debes «marcarte» una charla con alguien de 60 años en adelante, y comprobarás lo mucho que sabe de emociones a fuerza de fracasos. Desde luego el currículo está bien cargadito para meter una asignatura más. Esta debería darse en casa. Allí, deberían los niños ver literalmente a los padres haciendo «prácticas de quererse y respetarse», y, sin disimular, porque en estos lares los infantes nos sacan ventaja a los adultos en saber si la situación es verdadera. Si la casa es la escuela de la hipocresía, mejor que vean el desamor. No es necesario decir que ellos son el gran fracaso de un divorcio, aunque el sufrimiento del adulto, consciente de las consecuencias, no tiene parangón.

Ya ven que mi escrito es inútil para el que llegue leyendo a esta parte, porque no sé las recetas, ni ordenadas en decálogo religioso, ni sin orden; sólo sospecho algunas cosas, a fuerza de ver el cine de Ingmar Bergman, y escuchar a los demás. Pero, como toda materia cualitativa, lo que sirve para un matrimonio no sirve para otro, eso es seguro. Aunque hay alguna receta casi universal, eso también; y seguro que ya la sabe, mejor que yo, aunque no la ponga en práctica. De esto último se trata.

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