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El dilema católico en elecciones
06.11.11 DIÁLOGOS EN EL ÁGORA - Escrito por: Carmen Bellver
Ya había anochecido cuando dobló sus rodillas ante el Sagrario. Arrodillado y contrito comenzó a hablar con el Señor: Tú lo sabes todo, sabes bien que no me importa la política, odio el parloteo demagógico de las elecciones.
Pero hay que votar, hay que comprometerse con la sociedad. Y qué hacemos los cristianos si nadie representa la honradez y la justicia que el Evangelio traspira. Podemos dejar el voto en blanco, pero algunos nos dicen que eso significa ventajas para el contrario, para esos partidos que nos odian. Que abominan de la Iglesia, de nuestra madre y señora. De quien nos acoge y nos une a todos sin distinción. Aborrecen nuestras costumbres, el valor que le damos a la vida, respetando hasta el último aliento y el primer aleteo del corazón. Sí, no somos políticos, pero es la política la que se ha metido en nuestras vidas, la que nos permite ir al médico y tener cobertura farmacéutica, la que nos da unos servicios públicos que son garantía de igualdad entre todos. Es la política la que se introduce entre las disputas familiares. La que logra romper amistades. Y también la que construye escuelas y hospitales. Es la maldita política la que hace auparse a los trepas sin alma ni conciencia, la que se vende por mil votos arriba o abajo, sin importarle las promesas incumplidas.
Y así mantuvo su largo desahogo durante cerca de una hora, reflexionando ante el Señor de la Vida. Pero había llegado el momento de escuchar, de callar las voces dispersas que ahogaban el Espíritu. Había llegado el momento de abandonarse en las manos del Señor y dejar que Él escribiera recto con renglones torcidos. Porque la vida era un largo trayecto entre suspiros donde pasaba de todo. Y qué poco le importaba al Señor que nos equivocásemos. Lo único que medía era nuestra integridad, la rectitud de intención. El por qué y el para qué hacíamos las cosas. Y la única condición que había impuesto era amar, amar hasta que duela. Amar sin reservarse nada. Pero para amar en este mundo también había que implicarse en cada una de sus esquinas. Por eso no se podía callar ante la injusticia, ni dar la espalda al dolor y la miseria de miles de personas que pululaban por los roperos y los economatos de Cáritas. Que pedían un adelanto para pagar el último recibo de la luz o la hipoteca. No se podía dejar impune la injusticia y permitir que la corrupción destruyera el tejido social que vertebra nuestra convivencia. De nuevo se escuchaba con sordina. Y volvió a callar su mente durante un largo espacio de tiempo, en el que clamó sin miedo: “Habla Señor que tu siervo escucha”.
Pero el Señor, tan silencioso y sutil, callaba como siempre. Dejaba la súplica en el aire y se manifestaba con el suave aleteo del silencio. Era cuestión de regresar a su Palabra, abrir el Evangelio, leer cada uno de los fragmentos donde nos había señalado la hoja de ruta. Y el Evangelio manifestaba claramente que todos somos hermanos, que compartir y ser solidarios forma parte del primer mandamiento. Pero también nos enseñaba a ser más astutos que la serpiente y mansos como las palomas. El Evangelio ponía cada cosa en su lugar decía que hay que dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Y desde luego si había que elegir primero era el Señor de la Vida. Ese camino estaba trillado por millones de predecesores que habían arriesgado su existencia por poner antes a Dios que al César. Así pues, no cabía otra solución que seguir arrimando el hombro allí donde nos había situado la historia. Pero con la conciencia en alto, sin concesiones fáciles al pensamiento dominante. Ese pensamiento que abocaba al nihilismo y el vacío existencial. Un pensamiento que destruía las familias por anteponer el egoísmo. Un pensamiento que corrompía la sociedad con hedonismos baratos de mercadillos de fines de semana, dejándonos huecos por dentro. Había gente buena en todas las razas y credos. Eso estaba claro. Por eso todavía era posible la esperanza. Aunque los nubarrones del futuro asomasen por el horizonte, Dios, el Señor de la historia, no abandonaría a su pueblo. Y los desajustes sociales se superarían gracias a esos hombres de toda raza y condición que ponían por encima de todo el bien común de los demás.
Y entonces desde lo más hondo elevó una súplica: Señor, envíanos hombres y mujeres justos que gobiernen con honradez, para que la paz y la convivencia no abandonen a tus hijos.
Luego se incorporó con la serenidad necesaria para dormir tranquilamente hasta el día siguiente cuando fuera hora de levantarse para votar.
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