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EL TERREMOTO QUE ESTREMECIÓ HAITÍ
16.01.12 - Escrito por: Domingo Fernández Tovar
Acaban de cumplirse dos años desde que la tierra tembló en Haití, dejando tras aquella tremenda convulsión un reguero de muerte y destrucción. El 12 de enero de 2010 el país caribeño, que antes del devastador seísmo ostentaba el dudoso honor de ser el más pobre del continente americano, se sumergió, aún más si cabe, en el pozo de la miseria.
En cuestión de segundos los medios de comunicación nos familiarizaron con aquella catástrofe natural y las imágenes de los haitianos mostrando con inaudito estoicismo su dolor y sufrimiento recorrieron el mundo entero, mostrándonos el alcance real de la desolación y golpeando de inmediato nuestras adormecidas conciencias, todavía afectadas por los efluvios de las recién finalizadas fiestas navideñas.
Como viene siendo habitual ante este tipo de cataclismos, de inmediato nuestra acomodada sociedad consumista se movilizó organizando todo tipo de maratones televisivos y demás saraos benéficos con la finalidad de mostrar la generosidad del mundo occidental ante cualquier desgracia humana y conseguir los medios necesarios para paliar las difíciles condiciones en que habían quedado nuestros morenos congéneres del otro lado del Atlántico.
Tras la habitual avalancha solidaria, la acostumbrada apertura de cuentas bancarias para recaudar fondos, y la correspondiente ración en las portadas de la prensa escrita y audiovisual, poco a poco nos fuimos cansando de contemplar tanto dolor y sufrimiento y, como suele ser costumbre, los haitianos pasaron a engrosar la larga nómina de seres humanos afectados por catástrofes naturales, el mismo lugar donde fueron a parar las víctimas del atroz tsunami que, unos meses antes, había arrasado la isla indonesia de Sumatra.
Asevera el refrán que “la mancha de la mora con otra verde se quita” y algo parecido nos sucede a los seres humanos con la desgracia ajena. Cada nuevo cataclismo humano provoca en nosotros admirables oleadas de solidaridad, lo cual sería digno de elogio si no fuera por la salvedad de que al hacerlo condenamos al ostracismo a las víctimas de anteriores calamidades.
Han pasado dos años ya y la desgracia de los haitianos, negros como su porvenir, es solamente un recuerdo. Atrás quedaron nuestras buenas intenciones, en el camino quedaron incontables promesas incumplidas de ayuda internacional a la reconstrucción del país que nunca llegaron a su destino y que siguen condenando, esta vez con nuestra connivencia, a los habitantes de aquel país caribeño a la más absoluta miseria.
Mientras tanto los haitianos, dignos herederos de los antiguos cimarrones que se sublevaron contra la ignominia de la esclavitud y consiguieron hacer de Haití el segundo país en alcanzar su independencia en el continente americano y el primero en la América Latina, seguirán afrontando pacientemente su futuro con la certeza de que únicamente conseguirán aquello que logren con su esfuerzo y tenacidad y con la confianza de que, por muy mal que les vayan las cosas, nunca podrán estar peor de lo que hallan actualmente.
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