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La ciudad rendida
31.03.12 - Escrito por: Mateo Olaya Marín
Se ha rendido por fin. Ha sido conquistada por el ejército de los siglos, y no ha podido sino entregarse a los brazos de las vísperas. La ciudad está rendida, está rendida la ciudad. Se rinde a la luz, a la vida. Se rinde porque en ella siguen latiendo los versos de Machado y, como el olmo viejo, no puede resistirse a otro milagro de la primavera.
El pueblo quiere sentir la punzada del sol en sus retinas, y los amantes de la luz desean pasearse con un baño de pasacalles, mientras la banda de su pueblo aparece por Alcalá Galiano como unos vencejos de madera y metal. Las notas de "Cofradías Egabrenses" nos cuartean el alma, cuando de repente somos miembros de esa infantería que se apodera de la ciudad para llevar por sus calles la caridad de la belleza.
La ciudad rendida. ¡Cómo no iba a estarlo, si es el mismo Dios quien pide paso!
El Domingo de Ramos, desde las azoteas y los tabiques por donde escala el día, la puerta de las Agustinas es un boque de palmas y olivos, en los que el mejor pintor hubiera querido recrearse. Si Velázquez pintó la rendición de Breda, con un fondo de lanzas arracimadas, el pueblo de Cabra coge el lienzo del aire y dibuja su particular cuadro de lanzas en la salida de la Pollinita, con esas palmas esbeltas y puntiagudas que colorean de amarillo el cielo.
¿Quién dijo que todavía no se ponen picas en Flandes? Nuestras particulares lanzas son las palmas, las mismas que amarillean en el recuerdo, con las que ponemos nuestras picas como signo de la conquista y de la victoria del amor: picas y lanzas amarillas de Ramos, palmas y ramas de domingo de estreno.
En este cuadro velazqueño que es la primera cofradía, llega la ciudad y le entrega a su Semana Santa las llaves para que abra las puertas de ese paraíso de la infancia donde residirán nuestros corazones, donde aparecerá Cristo para decirnos que su muerte nos devolverá a la vida. Nos refugiaremos en el abismo del silencio y un perfil nos descompondrá de emoción, en ese justo momento en el que un friso de lirios se quiebra bajo unos brazos abiertos.
La ciudad le entrega las llaves a la Semana Santa para que el niño pueda señalar con su dedo esas cosas que, como en aquel Macondo de García Márquez, son tan nuevas que carecen de nombre para identificarlas. Sólo basta su dedo y su voz inocente, para llegar a las alturas de la verdad, cuando al lenguaje le falta peldaños para hacerlo. La primera túnica, el primer capuchón, la primera palma en la que se refleja la mañana, el primer tambor, el primer olor, el primer Señor. Su primer amarillo y su primer blanco.
La ciudad le entrega las llaves a la Semana Santa para que María procure un elixir de rosas a los días. Ella cruzará reflejándose en el aire limpio. Se valdrá de la cera para que podamos verle mejor sus ojos, alargará su manto para estar más cerca y una palabra sostendrá la certeza de su nombre: Dolores, Paz, Esperanza, Caridad, Rocío y tú, Aurora.
Al final nos aguardan esos ojos ausentes donde se coagula la Soledad y buscaremos la pregunta, que es la clave de todo, con los mismos labios de Bécquer.
¿Qué es la Semana Santa?
¿Y tú me lo preguntas?
La Semana Santa eres Tú, Soledad.
Porque tu belleza no es de este mundo.
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