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Concierto clásico
20.04.10 - Escrito por: Araceli Granados Sancho
¡Hoy hay concierto! Esta frase simple dispone el ánimo a favor del día –aunque esté nublado– para los que asistimos a los conciertos que de forma regular celebran las orquestas sinfónicas que se reparten por la geografía española. ¡Y qué labor esta tan encomiable la que realizan los músicos!
Poco antes de las ocho y media de la tarde, normalmente los viernes –solamente algunos de ellos, dispersos por el calendario–, abandonas tus obligaciones y no perdonas este rato de cambio de vida. Te acuerdas del protocolo y buscas en tu armario tu pantalón nuevo y tus zapatos de suelas sin gastar y, listo, corres a lo que ya sabes asunto de placer. Llegas al auditorio y en la puerta te recogen la entrada con amabilidad. ¡Vaya, esto es ya otro mundo!
Entras, te sientas, se apagan las luces y aparecen los músicos –tan elegantes– y después el director. Su disposición presta ya indica que, por favor, el aplauso sea breve, porque todavía “no hizo nada para merecer”. Y comienza el espectáculo. En realidad quieren conquistarnos. Lo tienen fácil, porque ya vamos enamorados de otras veces, pero no desisten de ello. Así que comienzan siempre con una pieza liviana y bella.
Cuando se inicia el concierto, en contexto tan privilegiado respecto a las condiciones de sonido, el pensamiento salta como un resorte y exclama: “¿Cómo he estado privado de esto tanto tiempo?” Y es que cada vez que uno repite, no deja de apreciar miles de detalles que aumentan por la variedad de los programas y de las piezas. Los conciertos a los que asisto suelen tener dos partes, con descanso en medio. A veces en la primera parte el director introduce una obra contemporánea que el público aceptamos con paciencia, agradeciendo su labor de educador. En esta primera parte también habitualmente nos deleitan con un artista invitado que hace las delicias de los allí presentes. Como es de imaginar, aparecen intérpretes de viola, arpa, piano, flauta o violín sorprendentemente virtuosos. Al espectador le vuelve la frescura, por ver una cara nueva, demasiado joven normalmente y con un dominio del instrumento que el no iniciado no puede en absoluto comprender.
En todo ello hay algo maravillosamente humano: el descubrimiento de que la música es también lenguaje universal. La noche del viernes pasado, el flautista turco Bülent Evcil se dirigía a nosotros en un fluido inglés, del que yo apenas comprendí que estaba feliz de encontrarse allí. Al término de su breve comentario cogió la flauta e interpretó el virtuoso vuelo del abejorro del ruso Rimski-Korsakov. Todos entramos ya en una sintonía tan perfecta con él, que comprendió que ya había conseguido su objetivo de aquella noche.
Las segundas partes de estos conciertos suelen ocuparlas grandes obras donde la orquesta –ahora su turno– adquiere un gran protagonismo en su conjunto. Habitualmente son piezas donde, además de la cuerda, adquiere significación el viento metal –aunque depende, por supuesto, del autor y época de que se trate– con cierres espectaculares en donde orquesta y director realizan grandes esfuerzos y parece que quisieran dejar impronta sentimental hasta que dentro de unos días nos volvamos a ver.
Cuando regresas a casa quedas marcado con los acordes recibidos y te esfuerzas en apartarlos de la conciencia y dar espacio al sueño. Pero cumplen tan bien su función que los posteriores días vuelven y vuelven al alma, y uno se dice a sí mismo: ¡qué noble oficio este de alimentar a los hombres con la música!
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