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De camino a Castilla
19.03.14 - Escrito por: Araceli Granados Sancho
Los colores de la tierra y las alturas del suelo rehacen sensaciones perdidas que solo existen en los viajes. Las autovías son muy cómodas, pero su construcción necesitó nivelaciones del terreno tan profundas que, perdido en el engaño, llegas a creer que el suelo que pisa tu coche siempre fue así, a pesar de ver las montañas a lo lejos. Alguna vez debieras dejar la autovía, si tu ajetreada vida te lo permite, y recorrer las secundarias que construyó Franco, que no ha habido dinero para ponerles buenos arcenes pero tienen firmes sólidos en muchos sitios. Ellas son como venas que entran en la tierra de las gentes del lugar y te dejan ver lo que la arteria principal deja a un lado.
Así podrías llegar hasta Sigüenza (Guadalajara) y acercarte a su famoso doncel, bello y profundamente sereno, mal enseñado y atendido por quienes saben que tienen diamante en bruto durante algunos años más. Si quisieras estar en Sigüenza como un rey, alójate en su parador, ciertamente magnífico, aunque te aviso que mi cerveza allí me costó quinientas pesetas. Sin cerveza ni nada también puedes entrar a echarte unas fotos. Además hay magníficas posadas allí, con solícitos posaderos, en donde también estarás en el cielo.
El segundo día nos acercamos a Medinaceli (Soria), más pobre que Sigüenza, más solitario, más pequeño, más entrañable, más castellano... más. Queda un magnífico arco romano en pie que se ve desde todo el valle, porque esta fortaleza estaba en alto, como tantas. Acuérdate cuando vayas que es el único que, al menos en España, tiene tres arcadas, y es una pena que su decoración esté tan desgastada.
Siguiente etapa, monasterio de Santa María de Huerta (Cuenca). Especial es su refectorio. A mí me pareció una catedral dentro del monasterio: todas esas vidrieras góticas alrededor tuya dejando pasar la luz mientras comes. Esto debió ser también alimento para el alma, y no sólo la voz del hermano recitando la escritura. Te gustará porque continúan los sencillos cistercienses por allí, a los que verás por alguna ventana pasear y charlar.
No habrías de ver nunca dos monasterios seguidos porque al final ganará uno la partida y el segundón quedará sepultado por el más atractivo, quizá sólo por el que vistes primero. Ya para volver hacia casa paramos en el monasterio de Uclés. Está escondido, aunque muy visible cuando lo encuentras, imperial arriba en una colina. Desierto, anhelante de turistas, desnudo de sus antiguos tesoros. La sacristía y la cubierta del refectorio, de nuevo, merecen tu viaje hasta allí. Y, sin frivolidades, también el menú del día que guisa el único hostelero del pueblo.
Todos los alrededores de Uclés y Carrascosa del Campo (Cuenca) están sembrados y son campiñas preciosas en estos días. Y si los minúsculos pueblos de las dos Castillas no son lugares para la supervivencia, sí quizá lo sean para el asueto, para las convalecencias, para la felicidad.
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