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Palabras mágicas

29.09.17 - Escrito por: Javier Vilaplana Ruiz

Nada nuevo bajo el sol. Seguimos abrazándonos a las palabras como a una tabla de salvación para sobrevivir al naufragio. Sin embargo (no descubro el mediterráneo) las palabras nunca son neutras ni indiferentes, las carga el diablo.


En el "Gorgias" de Platón ya se decía aquello de que la palabra es un gran soberano que con un cuerpo pequeñísimo y totalmente invisible realiza acciones divinas. Puede, en efecto, hacer cesar el miedo, eliminar el dolor, provocar la alegría, inspirar la compasión.

El nuevo sortilegio, el mantra salvador que casi nadie se atreve a discutir (tal vez porque, de algún modo, sea cierto) es que la actual situación vivida en Cataluña se soluciona con la política y no con la ley. Así, sin matices. Pura magia.

Desde Bobbio sabemos que la democracia no es posible sin derecho (al revés sí que se puede conjugar la ecuación, pues puede darse derecho sin democracia o incluso, bien lo sabemos, sin Justicia) y que la principal esencia del régimen democrático es la garantía de los derechos fundamentales, de tal suerte que, como afirma Ferrajoli, la democracia, sustancialmente, pasaría por un conjunto de límites y vínculos que conforman lo que el profesor italiano denomina "esfera de lo no decidible", entendido como aquello que no puede ser sometido a nuevo debate (no está permitido violar los derechos de libertad de cada persona) y lo que no puede dejar de ser decidido, esto es, la obligación de los estados sociales (como el nuestro) de satisfacer los derechos fundamentales, que no son sino la consagración legal de la empatía humana (Lynn Hunt), el colocarse, si quiera con la imaginación, en la piel del otro.

Tiene sentido proteger o garantizar un núcleo duro que, es claro, ha sido conquistado por minorías menos poderosas en determinados momentos históricos, victorias que fácilmente podrían volatilizarse por la dictadura de las mayorías o por el omnímodo poder del mercado. Por eso, el derecho, el estado de derecho, es una garantía para los más débiles, y ésa es la gran virtud de los derechos fundamentales, que no son disponibles por la mayoría.

Sentado lo anterior, el debate político sólo puede desarrollarse (libremente, eso sí) dentro del marco constitucional, que es presupuesto, límite y garantía de la referida "esfera de lo no decidible". En consecuencia, el quehacer político se debe al respeto y cumplimiento de las obligaciones que dimanan de la norma suprema: no violar derechos y no dejar de satisfacerlos. Por eso, en ocasiones y en determinadas circunstancias, votar (así, sin más) no tiene por qué ser un ejercicio de democracia, depende del quiénes, del cómo y de qué se vote.

Sin embargo, sabemos que día sí día también se desoye y vulnera el contenido de los derechos fundamentales, y ante tal escenario, ante la falta de respuesta política a los requerimientos emanados de los derechos recogidos en la Constitución, llegados a ese momento, no parece que resulte desproporcionado o inadecuado acudir a los propios mecanismos legales en defensa de esa ley de los más débiles que es nuestro catálogo de derechos fundamentales.

Se trata de una cuestión de momentos y de esferas. La esfera de la política está llamada a solventar cada problema o reto que se encuentre a nuestro paso en la convivencia que compartimos, respetando siempre el coto vedado (Garzón Valdés) que son los derechos humanos debidamente garantizados. Así las cosas, es la política la obligada a reducir la desigualdad, asegurar la educación y la sanidad pública, realizar un reparto equitativo de la riqueza o permitir el libre desarrollo y la libertad de elegir la propia peripecia vital de cada cual.

El derecho, por contra, actúa en otro momento, cuando falla la política, cuando no asume sus obligaciones, las mismas que dimanan de un derecho dúctil y mudable (por virtud de la propia política) pero que reserva un espacio que no puede volver a cuestionarse constantemente.

La existencia de cualquier crimen (un robo, un asesinato machista, un delito de odio) es un fracaso político -cívico-, pero si bien la respuesta debe ser aún más política (más educación, más igualdad, más libertad real), no por ello el derecho debe dejar de cumplir su rol, en su esfera y a su debido momento.

Cualquier postura que se ancle en una sola de estas esferas o momentos corre el riesgo de conducir a situaciones indeseadas: la sola política, si bien puede abrir horizontes más allá del estrecho marco de la ley, podría terminar premiando al incumplidor de las normas, que vería cómo sus conductas contrarias al ordenamiento no tendrían nunca consecuencias legales. La mera respuesta jurídica, sin diálogo político, anquilosaría el aparato legal, alejándolo de la cambiante realidad, premiando a su vez al gobernante perezoso.

La política y el derecho deben servir para mejorar nuestras vidas. Tienen algo de magia, pero de ésa más parecida a la del mago de Oz (con balanzas y contrapesos) que a la de los hechiceros de las palabras, mercaderes que las desgastan de tanto usarlas sin convicción ni voluntad.


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